Oveja Negra

MURIÓ POR PERÓN


16 de junio de 2018

Oveja Negra

Cuento escrito por José "Pepe" Amorin, sobre la Masacre de Plaza de Mayo del '55

Niño Rodríguez
Niño Rodríguez

Por José "Pepe" Amorín(*)

En la década del cincuenta, en mi barrio los chicos hacíamos la guerra.

No sé si en todos los barrios. Tal vez no en Palermo Chico o en Villa Devoto, barrios ricos. Los chicos de los barrios ricos durante el día vivían en sus colegios, los fines de semana en sus clubes y, además, no tenían enemigos.

No cerca, ni siquiera en perspectiva. En cambio, en mi barrio -tres o cuatro manzanas ubicadas en las imprecisas fronteras de Villa Crespo, Paternal y Caballito-, donde se alternaban departamentos alquilados y casas chorizo de la clase media con inquilinatos habitados por obreros, los chicos expresábamos las contradicciones de nuestros padres, de nuestras clases. Y hacíamos la guerra.

Pujol, mi calle, era de clase media: departamentos tipo casa, casas de departamentos de dos o tres pisos y choricasas construidas en los años veinte con jardín al frente, pasillo emparrado y un patio al fondo en el que casi nunca faltaba un limonero o una higuera o un ciruelo. Abuelos inmigrantes y su nativa progenie - empleados públicos, tenedores de libros e incipientes profesionales y sus familias-vivían en las casas de Pujol.

Recién al llegar a la esquina, límite con la calle Galicia, había un conventillo. Y, a partir de allí, sobre Galicia alternaban talleres de confección, tornerías, un corralón en decadencia -hasta los años cincuenta, en Buenos Aires la leche y los cadáveres, la vida y la muerte, se transportaban en carretas-. Entre unos y otros, además, alternaban los conventillos.

En el conventillo de Pujol casi Galicia vivía Juan Domingo, Juancito, un canillita huérfano de padre -un negrito de padre desconocido, decía mi madre-, alto, flaco, fibroso y rubio que voceaba diarios cerca del centro: la quinta y la sexta de La Razón, por la tarde. Por la mañana cursaba tercer grado en el Andrés Ferreira. Como yo, en 1955 tenía nueve años y en octubre cumpliría los diez. La edad era una de las tres semejanzas, solamente tres, que existían entre nosotros. Ya el día de nuestro nacimiento era, por sí solo, una diferencia insalvable.

Juan cumplía el 17 de octubre -¿de allí su nombre?: ¿homenaje, deseo?... ¿cruel predestinación?-, y yo el doce.

Diferencia y paradoja: los primeros berridos de Juan, alto y rubio, se sumaron al desafinado orfeón con que los negritos se abrieron una puerta para entrar en la historia. Y yo, retacón y morocho, me instalé en la vida para la misma fecha en que los rubios y altos godos conquistaron América. Es más: mi primer berrido -decía mi madre que, sin disimular su orgullo, contaba mi padre-, proferido en una maternidad del Barrio Norte y según mi padre descomunal, convocó la marcha de la futura Unión Democrática que terminó con Perón en Martín García.

La segunda semejanza es que ambos carecíamos de padre. Pero, según mi madre porque el mío había muerto - de su viudez daba fe el hecho de que viviéramos en la choricasa de mis abuelos paternos con la sombra de sus parrales sobre los pasillos, limonero, ciruelo e higuera en el patio del fondo, y hasta un cedrón en el jardín del frente: qué mayor evidencia de legitimidad y aristocracia-. En cambio, Juan, así a secas, no tenía padre. O, lo 9 Matilde Ollier, La creencia y la pasión, Ariel, 1998.

18 que es lo mismo, el padre de Juan era desconocido. Vamos, que Juan era un hijo de puta. Esto es: mi madre afirmaba que la madre de Juan era puta. Y la madre de Juan, una rubia opulenta, esplendorosa para los cánones del bajo siglo veinte, también sostenía que mi madre era una puta. De tales y recíprocas afirmaciones fui testigo. Fuimos, Juan y yo. Una mañana veraniega del ‘54 en la feria que los sábados emergía, súbita y mágica emergía, a lo largo de la calle Luis Viale, a una cuadra de Galicia y Pujol.

No recuerdo a Juancito antes del ‘54. Lo recuerdo a partir de la feria de Luis Viale y del corso de la avenida San Martín. Ambos se sucedieron con pocas horas de intervalo: la feria de día, el corso de noche. A la feria fui de la mano de mi vieja: chiquita, morena, esbelta, elegante. Su aparente discreción albergaba tanta insolencia como la descomedida belleza de la madre de Juan.

Lindas y sin hombre, no tenían por qué saberlo, competían. De mala manera disputaron un lugar en una cola o, tal vez, la sonrisa de un marchante. Puta y mal cogida trallaron el aire y la feria -más allá de la triste, odiosa e impotente mirada que desviamos Juan y yo, cada uno aferrado a la mano de su madre se hizo una fiesta. Una fiesta vecinal como el corso de la avenida San Martín por cuyos meandros murgueros esa noche me dejé arrastrar y, de repente, me perdí. Detrás de una máscara que me suponía pirata o bandolero o alguien así de valiente, me desorientó el confuso remolino de la multitud y me puse a gimotear. Hasta que una careta de diablo, una mano que emergía de un diabólico pedazo de sábana teñido de rojo, me guió, sin amabilidad pero sin violencia, hasta la esquina de Pujol y Galicia. En la puerta de su conventillo, Juancito se sacó la careta. A su lado, su hermana, más chica y tan rubia como él, esbozaba una tímida sonrisa, de ratita. Juan no. Fijó su mirada azul en mis ojos obscuros y la mantuvo hasta que la vergüenza bajó los míos. Se había impuesto en la controversia de nuestro pudor herido. Ni siquiera imaginaba que ese pequeño acto, reivindicativo o solidario desde el lugar en el cual se mire, era una escaramuza, una mínima batalla de la guerra que iba a terminar con su vida.

Nuestra tercera semejanza, la última, era que por la mañana asistíamos a la misma escuela. Pero él a tercer grado, donde era el más grande, en todo sentido: edad, estatura y fuerza. Y yo a cuarto donde, en sentido inverso, era el más chico. Por la tarde, más o menos a la misma hora, tomábamos el tranvía 99. Pero él seguía viaje hasta el centro y yo me bajaba antes, cerca de la facultad de medicina, para practicar natación y boxeo en el club de Obras Sanitarias e incursionar en su biblioteca donde descubrí al mejor novelista del mundo: Salgari.

Inspirador de tácticas y estrategias que en las pueriles guerrillas urbanas del ‘55, cuando en el país y en mi barrio se declaró la guerra, me resultaron catastróficas. También descubrí un libro con fotos de aviones: cazas y bombarderos de la segunda guerra mundial, y ello fue catastrófico para Juan.

A veces, al atardecer y a la vuelta, Juancito de su trabajo y yo de mi club, coincidíamos en el tranvía. En ocasiones hasta coincidimos en el mismo pasamanos, y en el abarrotamiento vespertino era inevitable que nos rozáramos. Pero nos hacíamos los boludos: mirábamos al frente, a través de las ventanillas nuestros ojos insistían en el archiconocido paisaje cotidiano.

Corrientes, Gallardo, San Martín: casi una hora sin mirarnos, ni siquiera en el reflejo de las ventanillas. Por el rabo del ojo, debajo de uno de sus brazos yo percibía una Razón impecable y un paquete de papel blanco con manchas de grasa que contenía facturas o milanesas o empanadas fritas o pizza o un cacho de asado al asador o alguna otra exquisitez que yo no acertaba a imaginar. Y él, a su vez, no podía dejar de percibir bajo mi brazo, algún libro rapiñado en la biblioteca de Obras Sanitarias y un bolsito cuyo contenido, algunas mugrosas y húmedas prendas deportivas, le resultaba un misterio. Era noche cuando bajábamos en la misma parada: Tres Arroyos y San Martín, pero uno por la puerta de adelante y otro por la puerta de atrás. A través de más de media cuadra y como al pasar, antes de entrar en nuestras casas, cruzábamos una mirada. No era una mirada de odio. Supongo que ambos nos sentíamos pares y en la mirada, solitaria y distante, nos medíamos. Con respeto. En parte por los misterios y las distancias compartidas: en el barrio no había otros chicos que hubieran llegado tan lejos. Y los dos que llegamos no conocíamos muy bien las actividades de cada uno en su distancia.

Era como un respeto entre capitanes enemigos. Porque, además, estaba la guerra.

No tengo un certero recuerdo de cuándo ni cómo se organizaron los ejércitos y se declaró la guerra. Supongo que nuestro rencor, el de los pibes de Pujol, venía de antes y se originaba en el temor de nuestros padres a la supuesta amenaza que significaban los negros. Un temor que se trasmitía a nosotros, los chicos, en la explícita prohibición de salir a la calle sin permiso, incursionar por otras cuadras o hablar con desconocidos, esto es, gente con pinta de pobre. Y que en nosotros, a medida que crecíamos, se alimentaba con la evidente libertad que tenían los negritos para hacer lo que nos estaba prohibido. Se alimentaba con la envidia.

Envidia que eclosionó una tórrida media tarde durante las vacaciones del ‘55. Los pibes de Pujol estábamos agobiados por el calor, prisioneros en los cien metros de nuestra cuadra y sin nada que inventar hasta las seis de la tarde -hora en que Tarzán cabalgaba a Tantor por radio Splendid-cuando dos chicos, dos negritos, aparecieron por la esquina de Galicia. Agachados sobre el cordón de la vereda y con autitos de plomo rellenos de masilla, corrían una carrera. Durante uno o dos minutos, mientras avanzaban a lo largo de Pujol, tal vez sin darse cuenta de nuestra presencia o, en todo caso, desentendidos de la misma, el tiempo estuvo como suspendido. No me di cuenta de la primera piedra hasta que Bocha -el más grande de nosotros: tenia once, casi doce, pero aparentaba más-gritó "le di, le di", y uno de los autitos salió disparado por el aire. El pibe de Galicia se enderezó de golpe, miró al Bocha, apenas un instante, dio un par de pasos, levantó el autito volcado, clavó la mirada en el Bocha, sin levantar la voz dijo "más pelotudo que grandote" y le tiró el autito por la cabeza. Falló, pero de inmediato sobre los pibes de Galicia llovieron las piedras. Ellos se ocultaron detrás de un árbol e intentaron devolver el fuego.

Pero abrumados por la superioridad numérica y escasos de municiones, retrocedieron y se refugiaron en el conventillo de Juancito. De donde salieron al rato con la cabeza gacha y bajo la protección de una señora vieja y 19 gorda quien, luego de mirarnos con desprecio, abrazó a los pibes por los hombros y dio vuelta la esquina.

Apenas nos mostraron la espalda, el Bocha gritó: "los negros no pasan por nuestra cuadra". Y yo también grité.

Grité "muera Perón".

Las represalias no se hicieron esperar. Dos días más tarde, después de la hora de Tarzán, cuatro de Galicia lo agarraron al Bocha en la puerta de la lechería. La lechería, en la esquina de Tres Arroyos y Espinoza, a una cuadra de cada una de las calles en conflicto, era territorio neutral. Pero en las guerras civiles se pierden los códigos, y el Bocha terminó vapuleado. En realidad, no le pegaron: apenas unas puteadas para asustarlo, y unos empujones para tirarlo al piso. Pero, una vez en el piso, lo escupieron y le volcaron encima un tacho de basura. No fue lo peor. Como tampoco lo fue la paliza que le propinó la madre por perder el vuelto, romper las botellas de leche y volver hecho una calamidad. Lo peor fue que esa noche se puso a llorar: a la hora en que nuestros padres se reunían en torno a la radio para escuchar a los Pérez García y frente a los chicos reunidos en el zaguán de su casa para escuchar su historia, al Bocha el llanto no lo dejó terminar. Y yo aproveché esa circunstancial impotencia para desplazar su liderazgo sobre la bandita de Pujol: vehemente desplegué mis salgarianos aprendizajes de tácticas guerrilleras y verbas vengadoras, sin resistencia ni aprobación me nombré capitán, y transformé a la bandita en un ejército. Como, después de la primera emboscada de carnaval, Juancito se vio obligado a hacer con los pibes de Galicia.

Para las emboscadas establecimos un patrón: ataque sorpresa e inmediata retirada a las cuales, si el enemigo nos perseguía, agregábamos el atrincheramiento fortificado y la contraofensiva feroz. Para el atrincheramiento contábamos con un fortín. El fortín era una obra en construcción que se levantaba al lado de mi casa y en cuya entrada había un montículo de cascajo, inestimable para brindarnos protección y municiones a granel. El enemigo se vería frenado por una súbita lluvia de piedras y emprendería la fuga. Momento en el cual nuestro ejército procedería a usar sus hondas para una contraofensiva a la distancia que debería culminar con una feroz persecución hasta la frontera: la esquina de Galicia y Pujol. Dueños de la esquina, la batalla estaba ganada, victoria total.

Decidimos que la primera emboscada sería el viernes de carnaval, durante el desfile del corso, en la avenida San Martín a media cuadra de su intersección con Pujol. Los chicos de Galicia estaban obligados a pasar por allí.

Habían organizado una murga y, en los últimos tiempos, todos los días ensayaban en el corralón semi abandonado de la calle Galicia. Durante sus ensayos no podíamos verlos, pero sí escucharlos: De Galicia la primera / esta murga de corralón / aquí está presente / y marcha altanera / porque lleva al frente / un bombo de Perón. Bumbumbum-burumbumbom, infatigable, atronador acompañaba al estribillo un bombo que -según Tato, uno casi tan grandote como el Bocha e igual de prepotente-les había regalado Perón.

Recién los vimos el jueves de carnaval cuando, encabezados por el bombo salieron del corralón, avanzaron por Galicia, dieron vuelta en la esquina y por el medio de Pujol rumbearon hacia la avenida San Martín para sumarse al corso.

La murga no era numerosa: apenas diez o doce, todos pibes y era elemental.

Aparte del bombo tamaño infantil a cargo de Juan -una belleza con los platillos y las campanitas-, y de un triángulo dorado que hacía tintinear su hermana, la murguita era elemental. Los pibes tenían las caras maquilladas con lápiz labial y se uniformaban con camisas adultas y astrosas teñidas de rojo y fileteadas al tum tum en amarillo -en el piletón del conventillo, aseguró mi madre quien, durante el último invierno me había obligado a usar un pulóver viejo teñido de negro en el piletón del patio de mi casa-. Detrás de la murga, festejándola con matracas y unas pocas serpentinas, avanzaban unos cuantos vecinos de Galicia. Y después, no por seguirlos sino porque era la hora del corso, marcharon los vecinos de Pujol.

Los pibes nos quedamos, un rato, sin saber muy bien qué hacer. En algún momento el Bocha dijo: "colorado y amarillo, ni de Boca ni de River, estos no son de nadie, che". "Son negros, son peronistas, ¿de quién van a ser?", dijo Tato. "Son de Galicia, y por Pujol no tenían que pasar", dije yo. Y decidimos la primera emboscada.

Yo no odiaba a los de Galicia. Desde la pelea entre nuestras madres y la humillación que experimenté cuando me ayudó, un año atrás, sentía un poco de rabia por Juan. Contra los de Galicia, lo único que tenía, y tal vez en aquella época no fuera poco, es que eran peronistas. Yo, en cambio, era antiperonista.

Quizás porque carecía de Dios y en algo tenía que creer: mi madre, mi club y un padre comunista de cuya muerte no se hablaba aunque, a veces, mi madre, sin precisar, con deliberada vaguedad, la atribuía a los sicarios de Perón. Pero para mí, en ese tiempo de mi vida, era más intenso y palpable el rencor que sentía por algunos chicos de Pujol. El Bocha, al amparo de su tamaño, me fajó dos veces. Una de ellas me hizo sangrar.

Tato lo intentó después. Pero, cuando me tenía de espaldas sobre la vereda, se engolosinó y, con el afán de escupirme en la boca, me acercó tanto la cara que yo casi le arranqué la nariz de un mordiscón. El Bocha, su mejor amigo, al tiempo quiso vengarlo. Pero mi tío Luis, después de las primeras palizas, me instruyó en el arte de la pendencia callejera y, cuando vi venir la provocación de Bocha, sin avisar le aplasté la nariz de una trompada, le hice una zancadilla y, cuando lo tuve en el piso, le apreté los huevos hasta que pidió perdón. El mordisco y la apretada de huevos me hicieron fama de sucio, loco, traicionero y conmigo no se metieron más.

Sin embargo, a mí me quedó el rencor. Y la guerra con Galicia para mí fue, en primer lugar, al principio, una revancha con Pujol: la noche de la lechería, el Bocha se achicó, la bandita estaba sumida en la impotencia y yo me moría por ser jefe, por emular al Corsario Negro, fantaseaba con emboscadas.

Dedicamos el viernes a preparar la emboscada. Por la mañana nos agenciamos de anilina negra, la diluimos con agua y llenamos no menos de cien bombitas. Por la tarde definimos el puesto de cada soldado en el fortín y sus alrededores: algunos detrás del montículo de cascajo, otros sobre una montaña de arena y los restantes atrás de los árboles que, a metros del fortín, flanqueaban las veredas. Al lado de cada puesto pusimos un montoncito de piedras especialmente seleccionadas. Poco antes de que comenzara el corso, cargamos las bombitas de 20 agua negra en tachos y nos apostamos detrás del kiosco de diarios, a media cuadra de Pujol y San Martín. La murguita de Galicia abría el desfile: "y marcha altanera porque lleva al frente"... Estaban perdidos.

Diez bombitas simultáneas tiñeron de negro a Juancito y el bombo. Preparen, apunten, fuego. Yo no miraba donde caían las bombitas; es más, no tiré ninguna. Me limité a arengar a mi tropa, apunten, fuego, hasta que no quedó ni una bombita. Recién entonces miré y me di cuenta de que las bombitas habían caído no sólo sobre la murga sino también sobre los que estaban a su alrededor. Al grito de viva Pujol, muera Galicia, muera Perón, ordené la retirada y nos reagrupamos en Pujol y San Martín. Allí gritamos: viva Pujol, muera Perón. Y corrimos a refugiarnos en el fortín. Perseguidos por la murga de Galicia, sus parientes y una horda de vecinos indignados y enfurecidos. Nos refugiamos en el fortín. Y a ciegas tiramos una lluvia de piedras. Al pedo. Fuera de nuestro alcance, a treinta metros, dispersos a lo ancho de la bocacalle, sólo estaban los murgueros de Galicia. Al frente Juan, el bombo caído a su lado, los platillos descuajeringados sobre los adoquines, el triángulo perdido quién sabe dónde. De lejos nos miraban: flacos, mojados y obscuros. Silenciosos. Detrás de ellos, sobre la avenida San Martín, seguía el corso. Y ellos, eran como una piltrafa del carnaval.

La hermanita de Juan, el pelo rubio apelmazado por la humedad y manchado de negro, se abrió paso a través de la murga y rastreó entre los adoquines hasta encontrar el triángulo y su baqueta. Lustró el triángulo con su falda, se lo mostró a la murga primero, a nosotros después, lo hizo tintinear y caminó hacia el fortín.

El Bocha, a mi espalda, gritó "avanza el enemigo, apunten, fuego". Pero sus palabras se quebraron como aquellas botellas de leche sobre la vereda el día de su humillación. Las quebró el tintineo del triángulo.

Además, no quedaba nadie para hacer fuego: cuando la hermana de Juan pasó frente al fortín, el ejército de Pujol había desaparecido. Ni el Bocha estaba. Sólo yo. Y la fantasmal murga de Galicia: tomándose su tiempo rearmaron el bombo con sus platillos, se alinearon de uno en fondo y sobre los adoquines desiguales de Pujol avanzaron hacia Galicia. Juancito y el bombo cerraban la marcha. En silencio. Desfilaron, solemnes, frente al fortín. Pero cuando Juancito llegó al lugar donde yo estaba, sin mirarme de frente me relojeó y dijo: "compañeros, comenzar", le dió al parche, bumburumbumbum, y la murga, cadenciosa, afinada por primera vez, lenta y fantasmal, cantó: De Galicia la primera / esta murga de corralón / aquí dice presente / y marcha altanera / porque lleva al frente / un bombo de Perón. Burumbumbumborombombom. Y yo, en mi corsaria soledad, en mi soledad de capitán desairado por su tropa, aprecié su paso y su poesía. La murguita de Galicia, ese viernes de carnaval, se había transformado en un ejército que volvía. Lastimado pero entero: en esa sutileza del sentimiento, del orgullo que poseen quienes hacen lo que saben y saben lo que son, los vencidos nos habían ganado. Cuando faltaba poco para que llegaran a la esquina, con la certeza de que los chicos de Pujol nos observaban escondidos y para resguardar mi autoimpuesta capitanía, advertí: "por Pujol no pueden pasar, no pueden pasar". Juan había llegado a la puerta de su casa.

Otro chico se hizo cargo del bombo y lo entró al conventillo. La hermanita rubia tintineaba el triángulo y fijaba en mí una mirada desvaída, enigmática, mientras el ejército murguero, cual letanía, batía su estribillo al borde de la esquina. "Por Pujol los peronistas no pueden pasar", insistí. La murga se dispersó por Galicia, entraron el bombo al conventillo, la hermanita de Juan se puso el triángulo como una corona en la cabeza y Juancito, por primera vez me miró de frente y dijo: "se la buscaron, la van a ligar". Se dio vuelta y cuando estaba a punto de entrar en el conventillo, como si se hubiera olvidado de algo, algo que, en todo caso, no era muy importante pero tampoco intrascendente, volvió a mirarme y agregó: "viva Perón".

El sábado Pujol festejó la supuesta victoria sobre Galicia. Ninguno se acordó de que me dejaron solo ni de que Galicia para volver a su territorio atravesó Pujol de punta a punta mientras ellos observaban escondidos. Para nuestra bandita la batalla había terminado con los chicos de Galicia al borde del llanto y tan aterrorizados que no se animaron a cruzar los veinte metros que los separaban del fortín. Si no concretamos la contraofensiva feroz fue porque esos negros maricones usaron a sus hermanitas como escudo; entonces, Bocha decidió dar por terminada la batalla. "Los de Galicia tenían tanto miedo que vieron que nos fuimos y rajaron a esconderse en el conventillo de la esquina", dijo Bocha. El triunfalismo de Bocha, apoyado por Tato y su hermano mayor - ya iba a la secundaria y se acercó para felicitarnos por la victoria-, amenazaba mi endeble capitanía. Y reaccioné de la única forma que se me ocurrió: contradiciéndolo. Dije que los de Galicia no pusieron a las nenas como escudo, era sólo una, y no rajaron a esconderse, se fueron caminando y yo lo vi porque me quedé a defender el fortín. No me di cuenta de que contradecir al Bocha era poner en evidencia al resto. Y cuando Tato argumentó que yo me quedé porque estaba paralizado de miedo, porque estaba cagado encima, tan cagado desde el principio que no tiré ni una bombita, nadie lo contradijo y Bocha, de inmediato, propuso repetir la emboscada esa misma noche.

Me opuse. Yáñez, Sandokán y el Corsario Negro coincidían en que los ataques salen bien sólo cuando se hacen por sorpresa. Y esta vez, aunque no tuvieran la más remota idea de quien era Salgari, los pibes de Galicia no iban a ser tomados por sorpresa. Pero apenas lo dije, Tato, inapelable, confirmó mi cobardía. Lo empujé y amagué con trompearlo, pero los pibes se interpusieron y dejamos las cosas como estaban: él se salvó de un mordiscón y yo salvé mi orgullo. Tal vez, también me salvé de una paliza. De todas formas no participé de la emboscada.

A la hora de la merienda, mi tío Luis -troskista, veterano de la guerra civil española y militante de Palabra Obrera, se diferenciaba de Perón pero creía que sólo el pueblo peronista podía hacer la Revolución-se sentó frente a mí y me preguntó: "¿que pasó anoche?". Si mi respuesta se hubiera limitado a decir "una pelea con los chicos de Galicia", yo habría participado de la emboscada y, tal vez, Juancito hubiera esquivado su trágico destino. Pero era mi tío, veterano de guerra, teniente de las brigadas internacionales, y no pude evitar jactarme.

21 Describí la emboscada con pelos y señales, mi valentía al quedarme solo mientras los de Galicia pasaban frente a mí y mi advertencia final: los peronistas no pueden pasar. "¿Y por qué los peronistas no pueden pasar por Pujol?", preguntó mi tío. Vacilé. Si hubiera dicho la verdad, al menos una pueril aproximación a lo que mi madre consideraba casi una verdad: los peronistas mataron a mi padre. Pero su muerte era algo que yo negaba: nadie me hablaba de ella ni yo quería saber. Si hubiera dicho: la madre de Juan, esa puta del conventillo de la esquina, le gritó mal cogida a la mía, y los del conventillo son peronistas. Si hubiera dicho: los peronistas son la sombra obscura que acecha, son el cuco. Si hubiera dicho algo de todo eso, yo habría participado de la segunda emboscada y la guerra para nosotros, los pibes, esa noche hubiera terminado. Con la victoria definitiva de Galicia, pero hubiera terminado. Y Juan, tal vez, el 17 de octubre de 1955 hubiese festejado su décimo cumpleaños.

Pero carecía de pensamientos claros, de palabras. Y vacilé. Y guardé silencio hasta que mi tío insistió: "¿por qué los peronistas no pueden pasar por Pujol?".

Y yo, apremiado, sin pensamientos ni palabras, recurrí a la metáfora: "porque son negros", dije. Y un sopapo - no cualquier sopapo, el sopapo de un auténtico soldado-me estampó contra el piso de la cocina. Lo cual no me salvó de una furiosa filípica de la que entendí poco y nada, ni de la subsiguiente penitencia.

"Para ti se acabó el carnaval, y el lunes a esta hora y sobre esta mesa, quiero una autocrítica de dos páginas", a pesar de ser porteño por nacimiento y vocación, cuando lo ganaba el enojo se le iba el voseo y el acento se le agallegaba: resabios de la guerra civil. Después me tomó del brazo, me sentó en la silla frente a la mesa y con un trapo limpió el café con leche derramado.

La cara me dolía pero no sentía el orgullo herido: no lastima el sopapo de un soldado cuando uno sospecha que fue merecido. "Tío, ¿qué es una autocrítica?", pregunté. "Que por escrito me explicas que carajos te hicieron los negros a ti para que tu, imberbe cabroncete, los odies", dijo mi tío, sirvió dos cafés y se sentó frente a mí.

Los bebimos en silencio. Mientras bebíamos, yo masticaba la vergüenza que iba experimentar el domingo frente a los chicos del barrio. De cagón, por lo menos de cagón, no me bajaba nadie. "Tío, si no voy esta noche, los pibes van a pensar que me cagué, me van a tomar por cobarde", dije. Mi tío terminó su café, se levantó y antes de darme la espalda para marcharse, dijo: "es preferible que los imbéciles te tomen por cobarde a que tu te comportes como un imbécil".

Pero el que esa noche se sentía un imbécil era yo. Tentado por la desobediencia, fui al jardín y estuve a punto de abrir la puerta de calle y mandarme a mudar. Pero no era lo mismo desobedecer a mi madre -a los maestros, a cualquiera, y yo desobedecía no sólo con frecuencia sino con el mayor de los deleites-que a mi capitán. Teniente. Para el caso daba igual: mi tío era un teniente de verdad. De lejos me llegaban los sonidos del corso y yo, desasosegado, tanto como para hacer algo, para descargar de alguna manera mi desasosiego, agarré la honda y, contra blancos imaginarios, tiré piedrita por piedrita hasta que se me acabaron las piedritas.

Fui al cuarto de mi tío -el único de la familia que no estaba en el corso, aparte de mi abuela, pero mi abuela no contaba-y le pedí permiso para salir a buscar piedritas en la obra de construcción lindera. Ya no era el fortín, la obra apenas. "Andá, pero cinco minutos, y cuando volvés me avisás". En el montículo de cascajo seleccioné las mejores piedritas y cargué hasta el tope mi bolsa de municiones. A punto de volver a casa, escuché un burunbumbum proveniente de Galicia y vi a la murguita dar vuelta la esquina. Como el día anterior, la encabezaba el bombo y la flanqueaban los vecinos. Pero me pareció que había algo diferente, algo que no cerraba. Volví a casa, "ya volví tío" avisé desde el jardín y me encaramé sobre el muro que lo separaba de la vereda: más o menos oculto por las ramas del cedrón, vi pasar a la murguita. Avanzaban despacio, cantaban desganados, casi ni agitaban las matracas. Eran más pero no muy diferentes que la noche anterior, cuando volvieron después de la emboscada. El mismo sigilo, el mismo alerta, la misma solemnidad. La obscuridad, la misma obscuridad. Y me di cuenta: el viernes atravesaron Pujol a la luz del atardecer, antes de que el corso hubiera comenzado. Cuando la murguita y los vecinos que la escoltaban terminaron de pasar frente a mi casa, cuatro pibes se quedaron rezagados y se apostaron en los alrededores de la obra en construcción que, virtudes de la venganza, otra vez era fortín. Los emboscados de Galicia, ignorantes de mi presencia y a no más de diez metros de donde yo estaba, me daban la espalda. Decía Yáñez: la sorpresa se vuelve en contra cuando no es sorpresa.

Los detalles de la sorpresa sorprendida, de la fracasada añagaza, los supe después. Pero sospeché de su fracaso a partir del momento en que los de Galicia se escondieron en el fortín. Y lo confirmé cuando, desde mi puesto sobre el muro, vi volver a los chicos de Pujol: corrían desesperados y en desorden, con Bocha a la cabeza y perseguidos por los chicos de Galicia pertrechados con hondas y palos. Su única esperanza era el fortín. Pero cuando apenas les faltaban veinte metros, al grito de viva Galicia los emboscados abandonaron sus escondites y dispararon unos hondazos. Los de Pujol, alelados, se frenaron en seco: un grupito arracimado en medio de la calle, patético, tembloroso. Juan, al frente de Galicia, alzó el brazo y detuvo a su banda. Durante unos segundos los actores se congelaron sobre el escenario, y Juan, desde su lugar, gritó: "ríndanse, están vencidos, levanten los brazos". No más de quince segundos, suficientes como para que mis tres primeros hondazos acertaran en los emboscados. Grité: "ríndase Galicia, están rodeados", y seguí disparando, al bulto, mientras imperaba el desconcierto en todas las filas. Los enemigos emboscados, sin ubicar de donde salían los disparos, se desbandaron hacia Galicia, el camino quedó despejado, los soldados de Pujol huyeron hacia delante y -menos Bocha y Tato que pasaron de largo-se refugiaron en el fortín desde donde abrieron fuego sobre los soldados de Galicia: al descubierto y desplegados sobre la bocacalle de Tres Arroyos y Pujol, algunos se echaron cuerpo a tierra y otros se dispersaron para ocultarse detrás de los árboles. E iniciaron la contraofensiva: apuntaban con sus hondas, disparaban, avanzaban un par de metros y volvían a ocultarse.

22 Además, los emboscados originales habían vuelto y protegidos por los árboles situados detrás del fortín, nos acosaban por la espalda. "Fuego a granel", exhorté desde mi puesto a horcajadas sobre el muro del jardín. Pero la posición de mi tropa era pésima: el enemigo avanzaba paso a paso y la disminuida tropa de Pujol estaba rodeada: el montículo de cascajo y arena ya no nos daba protección. Salté del muro, abrí la puerta de casa y, atropellándose, los chicos de Pujol entraron al jardín. Proveniente de la calle, nos llegó el júbilo de Galicia, los gritos de victoria, el bombo, burumbumbum borombombom, y el estribillo, esta murga de corralón, de Galicia la primera que, en minutos, se difuminó rumbo al corso de la avenida San Martín. La batalla había terminado: los chicos de Pujol, alicaídos y desparramados en el jardín, la habíamos perdido. Pero no éramos un ejército derrotado por completo ni mucho menos: la guerra podía continuar y yo había recuperado el liderazgo, salud mi capitán.

La Nena Tiziano -ceceaba, tocaba el piano, no ocultaba su gusto por las muñecas ni le disgustaba que le dijeran Nena pero tenía una trompada fenomenal-fue el primero en hablar: "loz negroz noz rompieron el upite, una catáztrofe". "Y vos, Nena, ¿qué tenés contra los negros?, ¿por qué negros nena?, los peronistas de Galicia son", le guiñé un ojo y aclaré en favor de la convivencia con mi tío quien a mis espaldas, sentado en el umbral que separaba la casa del jardín, alternaba pitadas de cigarro con sorbitos de ginebra sin perderse una palabra. "Zon loz peroniztaz de Galizia que noz rompieron el upite, una catáztrofe", enmendó Tiziano. "Pudo ser una catástrofe pero al final fue una retirada", dije y todos los pibes se destaparon de golpe.

"Podríamos haber ganado, si los cagones de Tato y el Bocha no se rajaban, nosotros ganábamos", dijo Panqui.

Panqui por panqueque, flaquito, estrecho, como aplastado, el más chico de la banda. "El Negro Raúl también ze ezcapó, pero igual no ganábamoz", lo contradijo Tiziano. "Empatábamos, si Tato, Bocha y el Negro se quedaban a pelear, empatábamos", dijo el Gordo Hardy y pasó su brazo sobre el hombro de Panqui: andaban en yunta y eran la viva imagen, estilo infantil, del Gordo y el Flaco. Sin pausa se sucedieron las diatribas contra los fugados -eran los tres más grandes y todos habíamos recibido algún maltrato de su parte-e incrementaron su virulencia hasta que el Bizco Miriola estalló: "por culpa de esos tres traidores los de Galicia nos van a tener de hijos durante un año".

Pendiente de mi tío -seguía a mis espaldas sentado en el umbral y el aroma de su toscano apestaba el jardín-, pedí silencio y dije: "el Bocha y los otros dos se portaron como cobardes pero no son traidores, son desertores y hay que hacerles una autocrítica". "Una crítica", interrumpió mi tío: "la auto la tenés que hacer vos para mí y el lunes me la tenés que dar", agregó. "¿Qué ez una crítica?", preguntó Tiziano. Los pibes me miraron y yo, luego de balbucear algo acerca de que los de Galicia no eran negros, me di vuelta y dije: "tío ¿mejor porqué no les explicás vos?". El tío se acercó a nosotros, se puso en cuclillas y nos dijo que críticas era lo que habíamos hecho hasta ese momento y, a partir de ahora, teníamos que ser un poco más hombrecitos y decirles de frente al Bocha y los otros lo que pensábamos de ellos. "Noz van a cagar a piñaz", dijo Tiziano. "Nos dejan los faroles en compota, si les decimos nos dejan", Miriola se tapó con la mano el ojo derecho y clavó en mi tío el ojo torcido. "Usted no sabe lo que son esos, son grandes don Luis", resopló Hardy.

Mi tío se puso de pie y se encogió de hombros. "Si tienen miedo de enfrentarse con sus propios compañeros ¿cómo van a hacer para enfrentar a los de Galicia? los van a tener de hijos nomás", dijo desde arriba, le guiñó un ojo a Miriola, tiró el pucho del toscano y entró en la casa. "Ven, lo que les dije, los de Galicia nos van a tener de hijos, un año, más", se quejó Miriola. "Qué hijos ni hijos, Miriola, si estamos uno a uno, la primera vez ganamos nosotros", mentí. Tenía tanto miedo como ellos, pero si mi ejército se daba por vencido yo dejaba de ser capitán y el Corsario Negro se me escapaba de la vida, volvía a los libros y yo, con él, volvía al ingrato mundo de las fantasías. Entonces mentí.

Traje las fantasías a la vida: planifiqué futuras batallas, hostigamientos, avances, retiradas, capturas de prisioneros y rescates. La guerra era larga, era para siempre, era nuestra razón de ser. "Todos para uno y uno para todos", nos juramentamos, en círculo y con el brazo derecho extendido, como si fueran las espadas de los tres mosqueteros pero sin tocarnos: en el círculo éramos ocho y el largo de los brazos no daba. "Zomoz ocho", dijo Tiziano. "Ocho de acero", exclamó Panqui y palmeó la espalda de Hardy que confirmó "de acero, de acero".

"Dije que zomoz ocho, nada maz que ocho y loz maz chicoz", aclaró Tiziano y propuso sumar a los desertores, hablar con ellos. "Si les decís cobardes te van a dejar un ojo en compota", dijo Miriola e inició un debate del cual yo me abstuve: compartía el criterio de Tiziano pero para mí la prioridad pasaba por seguir siendo el capitán. De todos modos, la crítica no hizo falta Las tardes de los domingos había función de cine en la iglesia del barrio.

Imperdibles para los chicos porque, aparte de algunos dibujos animados, pasaban los capítulos de Flash Gordon. Decidimos hablar con los desertores después de la función, sin llamarlos cobardes ni pedir explicaciones acerca de su fuga: eran los más grandes, aún más que cualquier pibe de Galicia. Pero, cuando después de la función nos acercamos a los desertores, ni siquiera aceptaron escucharnos: nos miraron de arriba, pasaron de largo, no nos dieron bola. Y, en esos días, desaparecieron de Pujol. No a causa de las alternativas bélicas recientes, razón que esgrimió -criticó-puertas adentro nuestro ejército.

Nada que ver. Simplemente habían crecido: pelos dispersos y mayor o menor cantidad de granos comenzaban a adornar sus rostros, asistían al último grado de primaria o estaban a punto de iniciar el bachillerato, albergaban nuevas inquietudes y, para ellos, así, de un día para otro, nosotros éramos unos pendejos. Nos miraban desde arriba, como siempre, pero ya no era una cuestión de estatura. Y se sumaron a una barra numerosa de chicos más grandes, donde ellos eran los más chicos. Durante algún tiempo los habrán maltratado como, en su momento, ellos nos maltrataron a nosotros. Así es la vida: crecer tiene un precio que también nosotros, los pibes de Pujol, tendríamos que pagar. Pero, para nosotros, todavía no había llegado el 23 momento. El momento, para nosotros, era el fin del verano. Y nuestro limitado mundo se extendía, lineal, a lo largo de Pujol, entre Galicia y Tres Arroyos.

Como su cuadra lo era para los pibes de Galicia -negritos, pobres y peronistas con quienes compartíamos la edad. Y, en mayor o menor medida, una guerra que suponíamos interminable. Pero a la cual considerábamos un juego sin darnos cuenta -no teníamos cómo hacerlo-de que, en realidad, nuestro juego era apenas una metáfora de la guerra real que se daba entre las sombras y a nuestro alrededor. Una guerra que tres o cuatro meses después inundaría de sangre las alcantarillas históricas. Sangre roja, como la que corría por nuestras venas, las venas de los chicos de Pujol. Pero que no sería nuestra sangre.

Sería la sangre de Galicia. Sangre de pobres. Sangre de negros.

En todo caso, ello nos era ajeno y durante las pocas semanas que mediaron entre el fin del verano y el comienzo del otoño de 1955, en nuestro juego, en nuestra guerra, se sucedieron las escaramuzas. Hasta lograr una especie de empate permanente. Un equilibrio estratégico, definía mi tío Luis: "Ni ustedes pueden conquistar su territorio ni ellos el de ustedes; ingleses y franceses se la pasaron así durante cien años, no hay en ello ninguna novedad ni creo que ustedes duren tanto", le sobraba ironía al tío, se divertía a mares con nosotros. El equilibrio consistía en que los chicos de Pujol jamás caminábamos por Galicia ni los galicianos caminaban por Pujol. Y sólo se rompía cuando la casualidad nos encontraba en la lechería, territorio sobre el cual ninguno de los guerreros de ambos ejércitos se atrevía a incursionar en soledad. Entonces, cuando nos encontrábamos, todo dependía de la correlación de fuerzas: si ellos eran más, corríamos nosotros. Y viceversa.

Empatados en número, podía pasar cualquier cosa, desde miradas feroces hasta peleas violentas que, con nuestro implícito beneplácito, se encargaba de interrumpir el lechero. Una situación al principio divertida pero que se transformó en una gran incomodidad con el pasar de los días. De hecho, nuestras madres, de una u otra calle, a diario nos mandaban a comprar la leche. Incomodidad que se transformó en un verdadero problema cuando empezaron las clases.

En el Andrés Ferreira, galicianos y pujolianos compartíamos grados y recreos. Lo cual no habría sido tan importante si toda la escuela no hubiera estado al tanto de nuestra guerra: disputar de todas y cualquier manera era una obligación para conservar nuestro prestigio. Recriminaciones y penitencias se multiplicaron hasta el día fatal en que, uno de aquellos tranvías vespertinos que nos devolvía a casa -a mí del club y a Juan del trabajo-desocupó al mismo tiempo los dos lugares del asiento a cuya vera, codo a codo y apretujados por la gente, estábamos Juan y yo.

Nos miramos. Juan hizo un gesto para que me sentara primero. Yo no quise ser menos. Y Juan, sin dudar, se sentó primero. "Me gusta la ventanilla", dijo. "A mí también", dije. "Entonces ¿por qué no pasaste primero?", preguntó.

Pensé, por orgullo, pero eso no lo podía decir. Así que dije: "hace mucho que te debo un favor, desde el carnaval, no el último, el otro". Me clavó los ojos, fruncido el ceño, la boca apretada, unos segundos nomás.

Después se rió, una risa corta. "Del otro, del otro carnaval digo, me debés las gracias. Pero del último me debés disculpas: hiciste llorar a mi hermanita. Y me diste la ventanilla por joder, para agrandarte. Pero no me importa: seguís igual de Petiso", dijo, y sin dejar de mirarme esbozó una sonrisa torcida. Aparté la vista y nos quedamos en silencio. Un par de minutos. Nunca lo había pensado, había pensado de todo pero eso, eso de haber hecho llorar a una niñita, a una niñita pobre, eso nunca lo había pensado. Algo me apretó las tripas y tuve que tragar en seco para desocupar la garganta. "Nunca quise, nunca pensé, quiero decir, lo de tu hermanita, a mí me gusta tu hermanita...", balbuceé, y quería seguir, dar explicaciones, confusas, yo estaba confuso, por todo, por el asiento compartido, por las gracias que no había dado, por la hermanita tan rubia y linda, fantaseaba con ella desde aquella noche del triángulo perdido, quería decirle, quién sabe que carajo quería decirle cuando Juan estalló en una carcajada y dijo: "cuñado, me gusta eso, vamos a ser cuñados vos y yo, Petiso, mi vieja dice que sos buen pibe, como tu tío el gallego dice que sos, a mi vieja le gusta tu tío, es media loca mi vieja, eso del gallego, loca del todo, vos cuñado y tu tío mi viejo", la risa le agitaba el cuerpo flaco y me encajó una trompada en el hombro. Le devolví la trompada y me reí con él: "ché cuñado, si mi tío es tu viejo yo soy tu primo y tu vieja es mi tía, uy qué quilombo, por mi vieja digo", dije y él dijo "tu vieja está tan loca como la mía, si somos parientes se van a cagar a piñas". Y frente a la mirada crítica de los pasajeros del tranvía no paramos de cagarnos de risa hasta que nos bajamos en Tres Arroyos y San Martín.

Pero esta vez no rumbeamos para nuestras casas. Nos fuimos para el café del barrio, en Beláustegui y San Martín donde mi tío a esa hora, más o menos las ocho de la noche, le daba a la ginebra mientras discutía por horas con los pibes de la Fede de Villa Crespo para convencerlos de que el internacionalismo comunista empezaba con la revolución nacional. El tío Luis -especuladores y brillantes los ojos andaluces, quién sabe si por las ginebras largas o por la expectativa de vernos juntos-nos hizo un lugar en su mesa y nos invitó a un café con "gotas". El primero de nuestras vidas: dijo que era un símbolo, una ceremonia, un rito, que representábamos el futuro de la revolución, la alianza de clases entre la pequeña burguesía y el proletariado.

Hablaba, en realidad, para su limitado público de jóvenes comunistas. Sin desmedro de que también hablaba la ginebra. Para el caso, Juan y yo no entendimos un carajo. Pero esa noche firmamos el armisticio, acordamos encontrarnos para viajar juntos todas las noches y nos hicimos amigos. "¿Te das cuenta, cuñado?: si no hubiéramos sido enemigos, hoy no seríamos amigos", dijo Juan cuando nos despedimos en la puerta de mi casa, minutos antes del sopapo que me encajó mi vieja por llegar tan tarde. Dijo Juan, "amigos", sin saber que nuestra amistad había firmado su sentencia.

Al día siguiente, a la salida de la escuela, organizamos un partido de fútbol en la placita 24 de septiembre: Pujol contra Galicia. Ganó Galicia, por uno a cero, y decidimos hacer un equipo conjunto con los mejores de cada 24 equipo. Entre nosotros se había sellado la paz. Pero a nuestro alrededor, en el mundo real, la guerra avanzaba y nosotros no teníamos idea.

Nuestra idea, al menos la de Juan y la mía, era conocernos, ser cada vez más amigos, primos y cuñados, aprender el uno del otro, el futuro era infinito, pleno de posibilidades. "En el futuro yo quiero ser escritor, como Dumas, como Salgari", una noche de mayo le dije a Juan en el tranvía y le presté "El príncipe valiente" de Foster porque a Juan, según él me había confesado, no le gustaba mucho leer. Como "El príncipe valiente" traía cualquier cantidad de ilustraciones en blanco y negro, sugerentes, subyugantes, mágicas, abiertas a la imaginación, supuse que Juan se iba a entusiasmar, le iba a despertar las ganas por los libros. No sé si se le despertaron las ganas por los libros -y nunca lo supe: el tiempo había pasado demasiado rápido y ya no hubo tiempo-pero se fascinó con las ilustraciones y los caballeros de la Mesa Redonda. "Vos y yo, con los pibes tenemos que armar una mesa redonda y ser como los caballeros, con palos de escoba fabricamos lanzas y salimos por el barrio a pelear, a defender a los débiles", dijo cuando me devolvió el libro. Y luego de esbozar su sonrisa torcida agregó: "de juego, digo, ahora que somos pibes... de grande quiero otra cosa", dijo y escondió la mirada y la cara se le tiñó de rojo. "¿De grande que querés, Juancito?", pregunté y pensé que por fin lo había agarrado en algo: a Juan, aunque a veces hablaba hasta por los codos, no le gustaba contar sus intimidades, había en él una especie de pudor, pienso ahora, como si sus ambiciones profundas le dieran vergüenza. "Y yo qué sé, ahora soy canilla, vendo diarios pero, pero...", vaciló Juan y clavó la mirada en el techo del tranvía.

"Dale, che, decime, yo soy tu amigo, no seas tarado, ¿pero qué? ¿de grande que querés ser?", reafirmé la insistencia con un puñetazo en su hombro. Juan se tomó unos segundos, me miró desde arriba, volvió a apartar la mirada y en un susurro, casi sin abrir la boca, resopló: "Uf... de grande quiero ser aviador, pero jurame que no se lo vas a decir a nadie". "Tenés mi palabra, te lo juro", dije, y nos quedamos callados el par de minutos que faltaban para bajar del tranvía.

Cuando esa misma noche, después de cenar, le conté a mi tío "¿sabés tío?, Juancito quiere ser aviador", el tío bajo sus bigotes de morsa abrió de a poco la boca en una amplia sonrisa, cruzó las manos en un breve aplauso, levantó el puño y exclamó "viva la República". Y después bajó el tono lo suficiente como para que no lo escucharan ni mi madre ni mis tías -estaba harto de sus críticas por las supuestas relaciones que mantenía con esa puta de la esquina, y no quería echar leña al fuego-y agregó: "si los hijos del proletariado hubieran podido ser aviadores, los alemanes de mierda jamás nos hubieran ganado esa puta guerra civil; pero a Juan le va a resultar difícil, no por tonto, que Juan de tonto no tiene un pelo, sino por pobre, va a tener que vencer muchos obstáculos así que vos, Pepito, animalo todo lo que puedas". Las palabras de mi capitán eran órdenes. Así que puse a trabajar la cabeza y recordé el libro sobre aviones de la segunda guerra que juntaba polvo en las estanterías de la biblioteca del club. "Tío, ¿qué te parece?, en la biblioteca del club hay un libro de aviones y yo lo puedo sacar durante una semana y prestárselo a Juancito...", pero el tío interrumpió la propuesta con un enfático "¡jamás!". Luego acercó su boca a mi oreja y dijo: "un libro que tiene tales propósitos jamás se presta: se regala, Pepito, se regala; así que afanátelo que quien roba por la Revolución no es ladrón".

Dos días después, la historia, esta historia, cual una metáfora tardía del ’45 y un símbolo profético de los tiempos por venir, completó el círculo de su fatalidad. Y lo hizo a la hora del primer recreo en el patio del Andrés Ferreira y en el preciso instante en el cual yo dije "Juan, tengo un regalo para vos". Y Juan abrió el cielo de sus ojos al vuelo alucinado de los aviones de guerra.

Ese año, el ’55, el invierno, en todo sentido, se adelantó al calendario y nos cayó encima con una ferocidad nunca vista. Mi vieja intentaba abrigarme con dos o tres camisas tan gastadas como las de Juan a las cuales ocultaba, suponía ella con elegancia, bajo el pulóver de cuello alto reiteradas veces teñido de negro en la pileta del patio. Para su fortuna, de mí lo único que crecía era la capacidad de transgredir y el pulóver, aunque ya justón y acortado, todavía era útil. Juancito, cada vez más flaco y estirado, con sus pantalones cortos se asemejaba a un huevo en patas. Al amanecer, el agua servida se congelaba a la vera del cordón de la vereda. Y las pocas hojas que quedaban en los árboles, se partían entre nuestros dedos con un crujido casi imperceptible.

En esos días, había que estar un poco mal de la cabeza para hacerse la rabona. De la cabeza. Como estaba Juan desde que le regalé el libro. No sólo no paraba de hablar acerca de los aviones, los motores a reacción y la barrera del sonido sino que, rabona mediante, me arrastraba a lo largo de cuarenta o cincuenta cuadras hasta el aeroparque. Mirábamos aterrizar o despegar a los aviones y nos colábamos en los talleres y cobertizos para verlos de cerca. Libro en mano, Juan hacía comparaciones aunque se quejaba de que allí no había aviones de guerra: "para ver aviones de guerra tenemos que ir al Palomar, allí están los Gloster, no tenés idea qué avionazos que son, parecen tiburones".

Pero Palomar, a nuestra edad, estaba muy lejos. Había que tomar un colectivo y después el tren. ¿Y quién tenía guita para eso? Así que Juan iba a ahorrar hasta el último centavo, aunque tuviera que laburar el doble, y además la secundaria la iba a hacer en el industrial "porque para ser aviador hay que entender de fierros ¿cachás, Petiso?", y después del industrial a la Escuela de Aviación. Porque él iba a entrar en la Escuela de Aviación, cueste lo que cueste como decía Evita y aunque se lo tuviera que pedir al General: "si me regaló el bombo cómo no me va a hacer entrar en la Aviación que es mucho más importante".

Ay, Juan, Juancito: si no hubiéramos hecho la guerra, nunca habríamos sido amigos y el libro de los aviones aún hoy sumaría polvo en la biblioteca de Obras. Y Juan no me hubiera dado con ese libro en la cabeza cuando subí al tranvía la noche del quince de junio como una forma de preanunciarme, alborozado, que se habían resuelto todos nuestros problemas. El dieciséis, al mediodía, sobre la Plaza de Mayo iban a desfilar todos, pero todos, los aviones de guerra. Qué oportunidad. Única. Imposible de perder. Imposible de perder.

Garuaba. La mañana del dieciséis estaba gris y, de a ratos, garuaba.

25 Cuando llegamos a Plaza de Mayo, a Juancito lo ganó la tristeza. "Si esto sigue así no vamos a ver un carajo", dijo, la voz bajita, acongojada. Estábamos a un costado de la Plaza, cerca de la Catedral y de un grupo de gente reunida, también, para ver el desfile. "¿Y si nos volvemos, che?", propuse, no tanto por el estado del tiempo y la probable imposibilidad de ver los aviones como por el consabido sopapo materno que, inevitable, ligaría por no llegar a la hora del almuerzo. "No, no, esperemos un cachito", dijo Juan y en ese momento, a lo lejos, se escuchó un ruido de aviones. "Ya vienen, ya vienen", gritó Juan y me arrastró al medio de la Plaza, cerca de la Pirámide: "desde aquí los vamos a ver mejor", alcanzó a decir cuando a nuestro frente, donde estaba la Casa Rosada, se levantó una columna de humo negro al tiempo que se escuchaba una explosión que nos dejó ensordecidos. Y un instante después otra explosión, más cerca, a un costado: sobre nosotros cayó una lluvia de piedras, y nos envolvió el humo y el polvo. "¡Están tirando bombas, hijos de puta, bombardean!", gritó Juan. La memoria no me da para saber qué pasó en esos primeros minutos. Humo, polvo, cascotes, gritos, confusión, y yo quieto, rígido, paralizado no sé si por el miedo o por el estupor. "¡Rajemos de acá, rajemos de acá, Pepito, al subte, corré al subte!", urgió Juan y se largó a correr hacia la boca del subte que estaba a unos diez o veinte metros de distancia. Pero en ese momento yo estaba inmovilizado por la visión de un brazo sangrante que había caído a mis pies: la sangre me había salpicado los zapatos y las piernas.

Y cuando reaccioné, el humo, el polvo o tal vez mi propio mareo, me hicieron perder de vista a Juan y al subte: allí me quedé, dando vueltas alrededor de mí mismo hasta que apareció Juan y, como aquella noche -cuánto y cuánto había pasado-del carnaval, me agarró de la mano. Y me guió hasta la boca del subte y me empujó hacia abajo. Caí rodando por las escaleras. Un instante después, Juan cayó encima mío. Cuando sentí su peso sobre mi cuerpo, lo abracé y dije "nos salvamos, Juan, nos salvamos" y durante un rato me quedé así, aferrado a él.

Un rato largo, no sé cuánto, pero mucho: ya no se oían bombas aunque sí disparos sueltos y el tableteo de ametralladoras. No sé cuánto tiempo. Incluso creo que en algún momento me dormí, o soñé que me dormí. Y desperté, o soñé que desperté cuando escuché las voces: "aquí hay dos pibes, están heridos, hay que trasladarlos, vengan a darme una mano". Alguien me separó de Juan y otro me ayudó a levantarme. "Yo estoy bien, estoy bien, no estoy herido", dije mientras un hombre me tomaba por las axilas y me ayudaba a subir las escaleras del subte. "Este pibe parece que está bien", dijo el hombre que me ayudó a subir. "Este no", dijo otro tipo: "puta madre, este pibe está muerto", dijo el tipo. Y vi a mi costado, a un par de metros de distancia, a Juan, tendido de espaldas sobre el piso, los brazos en cruz y los ojos abiertos. "No es Juan, no es Juan", grité: "Juan tiene los ojos azules". Sentí que un hombre se arrodillaba frente a mí, y vi el rostro de mi tío: los bigotes de morsa le cubrían la boca, la furia y el dolor hablaban en su mirada. "¿Qué haces tu aquí, Pepito?", preguntó, o no preguntó, simplemente dijo lo primero que se le ocurrió para que notara su presencia. "Tío", dije, "no es Juancito, Juancito tiene los ojos azules".

Mi tío se puso de pie, enfundó una pistola en su cintura, me alzó en brazos, la punta del cañón del fusil que llevaba en bandolera me rozó la cara. "Es Juan, Pepito: al momento de la muerte los ojos se nos ponen negros".

Me bajó al piso, me tomó de la mano y nos arrodillamos junto al cuerpo de Juancito: sus ojos ciegos buscarían en aquel cielo gris los aviones de guerra que ya jamás se dejarían ver. "Dale un beso, decile adiós", dijo el tío y con un gesto suave de su mano, un movimiento casi imperceptible de sus dedos, bajó los párpados de Juan: "aviador proletario, vete a surcar los otros cielos que aquí en la tierra nosotros te vengaremos". Las lágrimas dejaron un reguero sobre el rostro de mi tío, se deslizaron a lo largo de sus bigotes morsa y en gotas cayeron al suelo.

Yo no podía llorar, tampoco podía hablar: una mano invisible me aferraba la garganta, y aparté la mirada del cuerpo de Juan. En ese momento desde el cielo otra vez se escuchó un ruido de motores: alguien exclamó "a tierra, a tierra, vuelven los aviones".

No logro recordar lo que pasó después. Apenas las palabras con las que me despidió mi tío: "seguí esta calle derecho, siempre derecho, y te vas a encontrar con Parque Centenario; de ahí ya sabés como llegar a casa, y no le digas a nadie que Juancito ha muerto: no quiero que se entere su madre, se lo diré yo, a mi manera", dijo el tío y yo comencé a caminar por esa calle -supongo que era Sarmiento-casi como un autómata, la mente en blanco aunque a veces, muy de a veces, se deslizaban pensamientos: "qué será de su hermanita, va a llorar, y otra vez soy el culpable, si no le hubiera regalado el libro". También recuerdo que, de vez en cuando, algún camión avanzaba hacia Plaza de Mayo: en su caja se amontonaban hombres que enarbolaban palos y banderas y gritaban "la vida por Perón, la vida por Perón".

El precoz anochecer de junio me sorprendió -a lo largo de mi caminata ni siquiera había notado que obscurecíafrente a mi casa. La puerta del jardín estaba entreabierta. Y la casa en silencio. Sólo percibí un hilo de luz bajo la puerta del cuarto de mi abuela: las veladoras -siempre encendidas y frente a las cuales mi abuela invocaba a sus ancestros y oraba por su alma-dejaban un vacilante hilo de luz bajo la puerta. Excepto mi abuela, y ella no contaba, la casa estaba vacía. "Me estarán buscando", pensé. Y salí a la calle. Pujol estaba vacía, obscura y vacía: nadie me buscaba y yo estaba solo, nunca me había sentido tan solo, ni tan pequeño y abandonado.

¿Mamá, dónde estás mamá? Quería estar con ella, refugiarme entre sus brazos y largarme a llorar y llorar... y comencé a llorar, sollozos primero hasta que de a poco salió un llanto feroz, incontenible, apenas podía respirar.

"Josecito, Josecito ¿qué te pasa, Josecito? ¿por qué llorás así?". Era la voz de mi madre, y sus brazos que me apretaban contra su cuerpo mientras preguntaba "¿qué pasa, mi bebé, qué pasa?". "Murió Juan, mamá, murió Juan" alcancé a decir con la voz entrecortada por el llanto. "¿Quién murió?", preguntó 18 mi madre. "Juan, mamá, Juan murió?". "No, Josecito, que va a morir ese hijo de puta: recién salió por la televisión, acabo de verlo en lo de Marta, ese hijo de puta de Perón no se muere nunca", dijo mi madre. "No mamá, no Perón, 26 Juancito murió, en la Plaza de Mayo murió Juancito, el tío Luís lo vio" dije y mi madre, no sin cierto esfuerzo, me apartó de su cuerpo. "¿Qué Juancito decís? ¿el de la esquina? ¿ese murió?". "Si, Juancito murió", dije y quise contarle pero ella, incrédula, no me dejó continuar e insistió: "¿Me estás diciendo que se murió el negrito de la esquina?". Tragué saliva, sentí que en mi interior la furia desplazaba a la pena, y ya sin llorar la miré con odio: "lo mataron, a Juancito en la Plaza lo mataron, y no era negrito Juan, era peronista", dije, me di vuelta y entré en la casa. Mientras atravesaba el jardín, de atrás me llegó la voz de mi madre, apenas un comentario, la indiferencia signaba su voz: "qué cosa, che, quién iba a imaginárselo, murió el hijo de la yira". No tengo palabras para describir lo que en ese instante me pasó: fue como un mazazo en medio de la espalda, un mar de sangre que invadió mi cabeza y, de repente, estalló: "¡Yira serás vos!... y Juan, y Juan, carajo ¡Juan murió por Perón!".

(*) "Un típico petizo: arrogante, autosuficiente, audaz; de los que tienen que demostrar día a día su superioridad; un peronista de buen trapío; en fin, un incorregible, como los que van al matadero cantando.

No tenía nada que perder, salvo su rozagante dignidad. Y acabó su existencia en la felicidad de su última apuesta de vida: amor de hembra joven, olor a alfalfa, pampa, cielo y caballo. En Punta Indio lo vamos a extrañar.

Murió el asaltante de diligencias sin oro, el vengador de causas descamisadas, el ideólogo de la ilusión, el gozozo del olor a pólvora, el entregado -sin remuneración ni reconocimiento. El negro Sabino Navarro, su jefe y maestro, allá en la estanca donde lo está esperando, lo recibirá como corresponde: cantando la marcha peronista; a su lado, Pinguli tamborilleará el ritmo con los dedos.

En sus etapas de subordinación orgánica, fue el conductor de una armada brancaleone en camisón y en pata; eran los pre-montos que improvisaban sus primeras temeridades. Médico que hizo honor como pocos al juramento hipocrático, ejercía en el páramo de la clandestinidad, mientras planeaba inverosímiles operetas en un desvencijado consultorio improvisado. Por su insubordinación fue a parar al lejano oeste; se destacó como el vaquero esmirriado de gatillo certero capaz de conquistar al más reacio con un discurso torrencial.

MURIÓ JOSE AMORIN, y con él otro vestigio de una estirpe: la de los optimistas de toda la vida, los ganadores, los que no se rinden, LOS INVENCIBLES. Los que vivirán para siempre en el cementerio de la memoria.

Pepe montonero querido, hasta la victoria"

Ernesto Jauretche - 7 de diciembre de 2013

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